Por: Jesús Helí Giraldo Giraldo
La vida se manifiesta en el suceso del instante, caracterizado por tiempo y lugar determinados. El universo se expresa en formas diversas, enunciando especialmente lo que creemos, o sea manifestando el motivo de nuestra fe. Categóricamente podemos afirmar que somos lo que creemos.
Desde el momento del nacimiento comenzamos a ser el resultado de nuestras creencias y a transformarlas en acciones, aptitudes y actitudes que definen la existencia personal y la forma de llevarla a cabo.
Existir es el resultado de tener fe en la vida, en el funcionamiento de nuestro corazón y los pulmones. Fe en la respiración y en la enseñanza de nuestros padres, en el medio ambiente y en las experiencias. En nuestros cinco sentidos y en sus informaciones, en el mundo que llega a nuestro interior gracias a la percepción, devolviendo luego al exterior lo aprendido en esa información. Somos una relación íntima del mundo interno con el externo, cada uno de los cuales aprende y enseña, enseña y aprende, recibe y entrega, cambiando en forma constante su papel, somos una interacción constante con toda la manifestación.
Creemos instintivamente, cuando niños, encontrar en el pecho materno la oportunidad de saciar la necesidad del alimento que ya no transporta el cordón umbilical. Aprendemos a balbucear las primeras expresiones verbales gracias a la fe en lo escuchado y a la vibración sentida en nuestros oídos y las transformamos en lenguaje verbal mediante un acto mecánico e intelectual donde relacionamos las ideas con el movimiento de nuestra lengua. Transformamos la idea sonora en palabra creída. Por la creencia, implícita en la existencia, aceptamos el lenguaje materno y no otro como fiel compañero para siempre.
Es la convicción natural y espontánea, ligada al aprendizaje, aún pura y natural en el niño, la que nos lleva a respirar por nuestra propia cuenta sin ayuda ni inducción ajena. Aceptamos la temperatura extraña a la que la experiencia extrauterina nos expuso sin aviso ni preparación. En la creencia misma radicó la capacidad para superarla venciendo el primer reto de la supervivencia.
La supervivencia es un acto de fe, de confianza en vivir por nuestra propia cuenta. La vida continúa a pesar de ser suspendido el suministro vital materno una vez finalizada la vida intrauterina. El alimento y la temperatura cambian al ser expulsado de la piscina amniótica que fue el cálido hogar durante nueve meses.
La actitud confiada y la decisión de ser capaz fueron los factores determinantes, en el recién nacido, para enfrentar la nueva etapa de su desarrollo y la responsabilidad de cumplir una misión asignada por el Creador a un nuevo habitante del planeta tierra.
Es la fe en que sí se puede lo que permite al niño levantarse una y otra vez hasta sostenerse de pie, dar un paso y otro y otro, emprendiendo el recorrido y el continuo caminar. De lo contrario en la primera caída hubiese muerto su último intento y ahí estaría privado del placer del recorrido paralelo a la evolución y al conocimiento.
Cuando el infante creyó que podía jugar, jugó, desarrolló habilidades y destrezas cada vez más avanzadas, gracias en primer lugar a su creencia en su poder de pensar, hacer y sentir. La fe adquirió cuerpo en su propia mente y con su actitud despertó sus aptitudes y el cuerpo respondió a la mente y las actividades conscientes respondieron al subconsciente iluminado.
Jesús Helí Giraldo
Bogotá, mayo de 2011